jueves, 29 de septiembre de 2011

El hombre sin rostro




Aquel hombre desplegó los cartones, los estiró y los acomodó. Sacó de su bolso una manta mal oliente de orines secos, la cual recostó sobre ellos. Sacó también una jarrita de metal mugrienta, una botella de agua y una bolsita con pancitos, que obtuvo de regalo antes de que cerrara la confitería. Menos mal pensó, en la basura no había más que cáscaras de papas, huevo, bananas, nada comestible ni suculento para apalear el hambre. La noche está fresca, se viene el otoño encima, seguro que de madrugada hará frío, anoche ya no le sirvió de mucho la manta con la que se cubría, pensó. Volvió a guardar la bolsita con pancitos y la llevó con él, no fuera cosa que se la quitaran, pensó. Decidió ir a dar una vuelta para hacer tiempo antes de acostarse. Ya no recordaba cuántos años habían pasado desde que la gente dejó de mirarlo a la cara. Los paseantes todavía no tenían sueño y seguirían deambulando un rato más. Temprano se había asegurado su pequeña parcela, ese era uno de sus lugares preferidos, ya que el viento aminoraba su marcha debido a ciertos edificios levantados allí. Los lugares se respetaban así: el que llegaba primero se adjudicaba el espacio pertinente. Ya de madrugada lo despertó un malestar intenso, comenzó a sentir dolores muy fuertes como jamás conociera, se dio cuenta que no era nada simple como a veces le ocurría. Comprendió que venía a buscarlo, estaba en camino hacia su guarida, entre el dolor intenso pudo distinguir el cambio que se avecinaba y comprendió que quizás le esperara algo mejor del otro lado. Algo más digno que lo que obtuviera en esto que llaman vida, se dijo. La vio llegar, mirándolo como nadie, ella le obsequió la mejor de sus sonrisas. Embargado de felicidad entrecerró sus ojos, se entregó a esa dama misteriosa y oscura, que llegando tomó su mano y partió con él hacia rumbo desconocido.


Gladys Goldszteyn

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