Solíamos ir a lo del tío Simón, mi madre y yo. Tomada de su
mano, recuerdo adentrarnos en el callejón suntuosamente silvestre, en dónde casi al fondo y a la
izquierda, estaba su casa. El callejón desde el comienzo nos recibía con sus
flamantes enredaderas, plagadas de flores atractivamente azules. Mis ojos
deslumbrados las veían como una caricia con forma de campana, las que parecía
sentir sonar en una exquisita melodía. Recuerdo que siempre le pedía a mi
madre detenernos, y me quedaba unos segundos extasiada, contemplando campanas al
sol, otras veces al viento. El tío Simón vivía en una casa vieja y derruida,
con su esposa y familia. Las paredes descascaradas se venían abajo, al techo se
le veían las vigas. Mamá era feliz allí con sus tíos y sus primas, y para mí lo
bellamente emotivo, era llegar hasta el callejón, que me recibía con campanadas,
dándole la bienvenida a mi tierna e inocente niñez. No sé si existirá todavía… En mi memoria como un dulce
recuerdo quedaron grabadas, las manos de mi madre, el callejón y su enredadera.
Gladys Goldszteyn
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